sábado, 3 de diciembre de 2011

Larry


Larry no es un chico como todos los demás. Eso está claro. Tiene diecisiete años y un trastorno de déficit de atención con problemas de aprendizaje. Vive con su madre, la cual se esfuerza por traer a casa el sueldo del mes, y con nadie más, pues su padre desapareció un buen día cuando él era pequeño, tanto que ni siquiera puede recordar su cara. Larry tampoco ha tenido nunca hermanos, al menos que el sepa, aunque, por supuesto, gusta de jugar por las tardes con su vecino, el pequeño Tommy, en su jardín. Es su único amigo de verdad. Con todo, cursa el último año de instituto y comparte clase con compañeros de su edad.
Al lado de Larry de sienta Eddy. Es el capitán del equipo de fútbol del instituto; tiene un Porche Carrera del año pasado con el que lleva a clase a la chica más bonita del colegio y alrededor del cual su pandilla de amigos se reúne para charlar al final de las clases; el padre de Eddy es el director de una conocida cadena de centros comerciales y su madre estaba en casa todo el día para atenderle; Eddy no era hijo único, sino que tenía dos hermanos que, en aquella inmensa casona, apenas veía y trataba; y sus notas, en fin, no le resultaban absoluto una preocupación.

Eran las ocho de la mañana y Larry se levantó, como todas las mañanas, al calor de un beso de su madre, y al de las rayas de luz que se filtraban por la persiana, colándose en sus ojos. Bajó a desayunar y agradeció ver las tostadas y la leche cuidadosamente preparadas sobre la mesa. La suya era una madre genial, pensó. Ya caminaba con inocente sonrisa hacia el autobús mientras veía a su madre saludar cariñosamente con la mano. Aquel prometía ser un día fabuloso.
“Vaya, aquí llega el retrasado”. Las risas recorrieron el bus de arriba abajo ante las palabras del conductor mientras Larry, que tan solo acababa de poner un pie en el vehículo, agachaba la cabeza avergonzado. Recorrió el estrecho pasillo, procurando no mirar directamente a nadie a las ojos e intentando buscar un sitio libre en el que nadie le molestara. Entonces vio a su amigo Tommy, lo cual le alivió un poco, y se sentó junto a él. Tommy era dos cursos menor que él, pero era un chico alegre, sencillo y aislado de los comentarios ajenos. “¿Sabías que mi hámster ha aprendido un truco nuevo?” le comentó; tenía la especial habilidad de hacerle sentir cómodo.
Al bajar del autobús, ya de camino a clase y en una animada conversación acerca de videojuegos, los dos chicos se toparon de frente con Eddy y su pandilla “¡Prigados! Id con vuestra mamá, ¡retrasados!” Las palabras y burlas resbalaron por el corazón de Larry, como tantas otras, cayendo por fin en un profundo hueco, un agujero negro donde se habían ido almacenando todas ellas durante años, y que mantenía oculto dentro de su alma, cansada y herida cada vez más. Pero nadie lo sabía. Ni siquiera Tommy, ni mamá.